jueves, 8 de marzo de 2012

SIROCO FLAMENCO




       El hombre siempre ha procurado asimilar la cultura recibida de su entorno familiar y transmitirla a sus descendientes. Ha ido depositando en la memoria tanto las enseñanzas que le han servido para realizar los trabajos cotidianos y artesanales, como los lúdicos juegos y músicas creados e imaginados para entretener el ocio, mediante “veladas a la luz de la lumbre”, usando el fuego de los sentimientos para enriquecer el espíritu y olvidar las penas. Y lo hacia de noche, alrededor de una hoguera, puesto que el trabajo le ocupaba de sol a sol..
       Aquellas veladas familiares se dedicaban, principalmente, a contar historias, al juego de las adivinanzas, rememorar recuerdos y cantar y bailar al son de unos instrumentos que en cada lugar eran propios. El ingenio, tan activo cuando faltan elementos que distraigan, inventaba letras inspiradas en el quehacer cotidiano o en los hechos más trascendentes ocurridos en el entorno familiar o vecinal. Loa temas de las coplas giraban sobre el amor y el desamor, las rencillas o el desvío en las normas de conductas y encerraban un contenido crítico e intencionado que buscaba el regocijo satírico de los que estaban presentes.
       Aquella fuente eterna de nuestro folklore más genuino, de nuestra más hermosa cultural popular, nacía del ocio, y pese a ser tan escaso el que tenían, resultaba suficiente para desarrollar nuestro arte popular. Hoy, aparte del quebradero de cabeza que supone para los políticos llenar el tiempo de nuestra sociedad, cada vez más desocupada, tenemos ese mecanismo de incultura y atrocidades llamado televisión que actúa de censor implacable del pensamiento libre. De infame aburridor que paraliza la inventiva y seca las ideas.
       El flamenco, en su evocación romántica, lejana, misteriosa y triste, portador de una magia y unos ritos entre profanos y religiosos, con la emoción y el sentimiento como expresión sublime, aparece hoy perdido en la niebla del olvido, desposeído del halo que lo envolvía, borrado por las pintadas de “modernidad” de los nuevos invasores de la ortodoxia. Esos furiosos renovadores que desde Madrid, lideran los nietos o biznietos de aquellos que inspiraron su romántico concepto de enjundia y veracidad.
       Bien sé, y así lo asumo, que el flamenco es una música viva, y como tal, expuesta a transformaciones, a influencias y a mestizajes. Lo que no asumo es que con ella se cometan dislates porque las transformaciones se hagan desde la pobreza del conocimiento, desde el cambio porque si, a través de mixturas con melodías menores y con la incorporación de instrumentos desafortunados, por gentes que carecen de principios y fundamentos lo suficientemente sólidos para acometerlos.
       El flamenco necesitó siglos para reunir los híbridos musicales andaluces, fundirlos, moldearlos, acrisolarlos y señalar las lindes geográficas de su procedencia, para mostrar al fin una figura de tanta grandeza, que lleva casi un siglo -desde Chacón- sin que nadie se haya atrevido a tocar sus estructuras, salvo algún leve matiz, resultado más de la personalidad que de la creatividad.
       Este dragón que nace de la cola camaronera y morentista, puede acabar tragándose algunos de los estilos flamencos más rítmicos, acompasados y pegadizos -tientos, tangos, bulerías- que son, por ahora, las formas escogidas como menú de su dietario.
       Son “Los jóvenes flamencos”, descendientes algunos de aquellos gitanos centinelas de la pureza, los que han lanzado su ataque a las formas clásicas. Imitando con deformada expresión los ecos de Morente y Camarón, estos nuevos mesías flamencos nos hacen pensar que la parábola que nos cuentan, es una historia imperfecta y contraria a religión tan elaborada y tan exquisita.
       Desde Madrid se les jalea. Los llaman renovadores, y hasta hay, que yo sepa, un libro escrito sobre ellos. Y en Andalucía, qué decimos. Decimos poco porque, entre otras cosas, no nos visitan. Aquí, donde parece ser, sólo nos dedicamos al ocio y la diversión; aquí, donde debe entenderse que sabemos de flamenco, de vino y poesía, de paciencia y de templanza, nos sentamos a la puerta y esperamos que pasen. Y si los vemos pasar vestidos con el oro de la gloria, los aplaudiremos. Si los vemos pasar escondidos en las sombras, los dejaremos seguir en silencio. Y si no los vemos pasar, seguiremos esperando una nueva fábula que sea verdadera.

                                         Juan Velasco

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