El hombre
siempre ha procurado asimilar la cultura recibida de su entorno familiar y
transmitirla a sus descendientes. Ha ido depositando en la memoria tanto las
enseñanzas que le han servido para realizar los trabajos cotidianos y
artesanales, como los lúdicos juegos y músicas creados e imaginados para
entretener el ocio, mediante “veladas a
la luz de la lumbre”, usando el fuego de los sentimientos para enriquecer
el espíritu y olvidar las penas. Y lo hacia de noche, alrededor de una hoguera,
puesto que el trabajo le ocupaba de sol a sol..
Aquellas veladas familiares se
dedicaban, principalmente, a contar historias, al juego de las adivinanzas,
rememorar recuerdos y cantar y bailar al son de unos instrumentos que en cada
lugar eran propios. El ingenio, tan activo cuando faltan elementos que
distraigan, inventaba letras inspiradas en el quehacer cotidiano o en los
hechos más trascendentes ocurridos en el entorno familiar o vecinal. Loa temas
de las coplas giraban sobre el amor y el desamor, las rencillas o el desvío en
las normas de conductas y encerraban un contenido crítico e intencionado que
buscaba el regocijo satírico de los que estaban presentes.
Aquella fuente eterna de nuestro
folklore más genuino, de nuestra más hermosa cultural popular, nacía del ocio,
y pese a ser tan escaso el que tenían, resultaba suficiente para desarrollar
nuestro arte popular. Hoy, aparte del quebradero de cabeza que supone para los
políticos llenar el tiempo de nuestra sociedad, cada vez más desocupada,
tenemos ese mecanismo de incultura y atrocidades llamado televisión que actúa
de censor implacable del pensamiento libre. De infame aburridor que paraliza la
inventiva y seca las ideas.
El flamenco, en su evocación romántica,
lejana, misteriosa y triste, portador de una magia y unos ritos entre profanos
y religiosos, con la emoción y el sentimiento como expresión sublime, aparece
hoy perdido en la niebla del olvido, desposeído del halo que lo envolvía,
borrado por las pintadas de “modernidad”
de los nuevos invasores de la ortodoxia. Esos furiosos renovadores que desde
Madrid, lideran los nietos o biznietos de aquellos que inspiraron su romántico
concepto de enjundia y veracidad.
Bien sé, y así lo asumo, que el flamenco
es una música viva, y como tal, expuesta a transformaciones, a influencias y a
mestizajes. Lo que no asumo es que con ella se cometan dislates porque las
transformaciones se hagan desde la pobreza del conocimiento, desde el cambio
porque si, a través de mixturas con melodías menores y con la incorporación de
instrumentos desafortunados, por gentes que carecen de principios y fundamentos
lo suficientemente sólidos para acometerlos.
El flamenco necesitó siglos para reunir
los híbridos musicales andaluces, fundirlos, moldearlos, acrisolarlos y señalar
las lindes geográficas de su procedencia, para mostrar al fin una figura de
tanta grandeza, que lleva casi un siglo -desde Chacón- sin que nadie se haya
atrevido a tocar sus estructuras, salvo algún leve matiz, resultado más de la
personalidad que de la creatividad.
Este dragón que nace de la cola
camaronera y morentista, puede acabar tragándose algunos de los estilos
flamencos más rítmicos, acompasados y pegadizos -tientos, tangos, bulerías- que son, por ahora, las formas escogidas
como menú de su dietario.
Son “Los jóvenes flamencos”, descendientes algunos de aquellos gitanos
centinelas de la pureza, los que han lanzado su ataque a las formas clásicas.
Imitando con deformada expresión los ecos de Morente y Camarón, estos nuevos
mesías flamencos nos hacen pensar que la parábola que nos cuentan, es una
historia imperfecta y contraria a religión tan elaborada y tan exquisita.
Desde Madrid se les jalea. Los llaman
renovadores, y hasta hay, que yo sepa, un libro escrito sobre ellos. Y en
Andalucía, qué decimos. Decimos poco porque, entre otras cosas, no nos visitan.
Aquí, donde parece ser, sólo nos dedicamos al ocio y la diversión; aquí, donde
debe entenderse que sabemos de flamenco, de vino y poesía, de paciencia y de
templanza, nos sentamos a la puerta y esperamos que pasen. Y si los vemos pasar
vestidos con el oro de la gloria, los aplaudiremos. Si los vemos pasar
escondidos en las sombras, los dejaremos seguir en silencio. Y si no los vemos
pasar, seguiremos esperando una nueva fábula que sea verdadera.
Juan Velasco